Erase una vez,
un hombre, un hombre como tantos otros, un hombre con historia y sin historias, un hombre comun.
Este hombre tuvo numerosas amantes, conquistas, historias de amor, largas, cortas, de una noche o de mil y una noches. A este hombre lo llamaremos Miguel, y si por alguna casualidad, fuese su nombre, y se sintiera reconocido, es, pura casualidad.
A Miguel le gustaba coleccionar las cartas, pero no las cartas para jugar al poker o al tute, no, esas no, que esas son para jugar, le gustan las otras, esas que hablan de sentimientos, esas que revelan secretos y cuentan sobre quienes somos. Aquellas cartas que cuando se abre el sobre, retiene uno la respiración, y se pregunta ¿serán buenas las noticias o serán malas? ¿me quiere o no me quiere? si me quiere, ¿me quiere mucho o poco? Todas cosas y mas, son las que se le pasaban a Miguel por la cabeza mientras tenia una de esas cartas en la mano.
Lo que mas le gustaba era mirarlas. Las tenia todas empiladas la una encima de la otra, y así había formado varias pilas, y de una, y de dos y de tres, había acabado teniendo una parte de su habitación llena de pilas de cartas. Cada día se lo dedicaba a una pila nueva: abría las cartas una a una, con un cuidado extremo, olía el papel, acariciaba las letras, y las leía, una a una, una y otra vez, de manera que mientras las leía, las recitaba, pues Miguel ya se las sabia.
Todas esas cartas le estaban destinadas. La mayoría eran apasionadas, aunque también las había de amistad, e incluso de odio. Todas tenían fecha y el lugar, todas tenían remitente y firma. Sin embargo, para Miguel, ninguna tenia cara. Las cartas no se ven, se leen. Si, pero las cartas se ven mientras se leen. Se ve la cara de quien la ha escrito mientras se lee a quien la haya escrito. Pero Miguel ya no reconoce ninguna de esas caras, lee y lee, pero no recuerda. Pero insiste, porque si lo consigue, si vuelve a ver las caras de quienes las han escrito, entonces, volverá a recuperar su cabeza.
Mademoizelle V.